En un pequeño pueblo costero de la Costa del Sol, cada 2 de febrero no se celebraba el típico Día de la Marmota que todos conocemos, sino una versión adaptada a la realidad turística del lugar. Allí, la marmota que tienen adoptada predice el futuro del turismo y no cuándo llegará el verano.
Todo comenzó cuando, hace muchos años, apareció una marmota con una mirada peculiar, casi humana. La adoptaron y la bautizaron Marmorita. Pronto, los habitantes del lugar descubrieron que tenía un don especial: parecía anticipar tendencias turísticas con una precisión asombrosa. No tardó en volverse viral en redes sociales, acumulando seguidores que buscaban su sabiduría para predecir el éxito de la próxima temporada. Su pronóstico estrella era claro: el turismo seguiría creciendo razonablemente siempre y cuando los visitantes aprendieran a relajarse, disfrutar y dejarse llevar por el encanto local.
Pero como suele pasar con cualquier fenómeno viral, pronto llegaron muchos oportunistas.
El primer grupo en subirse al carro fue el de los falsos gurús del turismo “holístico”. Estos prometían que, con la energía adecuada y un simple ritual matutino, cualquier alojamiento podía convertirse en un resort de cinco estrellas. Le siguieron los coaches de productividad turística, asegurando que un par de frases motivacionales al día y una sonrisa estratégica en la recepción podían triplicar la rentabilidad de cualquier hotel.
Y la avalancha no paró ahí. En el pueblo aparecieron “expertos” en pseudociencias aplicadas al turismo. Decían tener técnicas infalibles para hackear la mente del viajero y convertir cualquier escapada ordinaria en una “experiencia transformadora”. El punto culminante llegó con la última tendencia: los iluminados de la inteligencia artificial. Hablaban de softwares y herramientas revolucionarios que, según ellos, podían prever cada movimiento de un visitante, optimizar la contabilidad de un hotel sin que el propietario tuviera que hacer nada y generar ingresos exponenciales con solo pulsar un botón.
El pueblo, que llevaba años viviendo del turismo con una mezcla de tradición y sentido común, observaba con una mezcla de asombro y diversión aquel desfile de charlatanes que se repetía año tras año. Y fue así como nació la celebración anual en honor a Marmorita, una jornada de sátira y (auto)crítica a las promesas imposibles en el sector.
Así que cada 2 de febrero, desde hace unos cuantos, el pueblo organiza un festival donde se parodian estas modas pasajeras. Se organizan concursos para ver quién es capaz de vender la promesa turística más absurda y se entrega el premio Marmorita de Pirita al vendehumos del año.
Uno de los momentos más memorables ocurrió el año pasado, cuando un autoproclamado “experto en inteligencia artificial aplicada al turismo” subió al escenario del pueblo, con un traje impecable y un aire de superioridad. Con gráficos en pantalla y un discurso ininteligible, aseguraba que con sus herramientas podía multiplicar por 10 los ingresos de cuaquier hotel, prediciendo las emociones de cada viajero antes de salir de casa y modificar automáticamente la oferta del hotel para hacerle gastar más.

En ese momento, Marmorita decidió que ya era suficiente. Con su grito agudo tan característico, y la ayuda de un deepfake generado por la IA adecuada, se proyectó en la pantalla una imagen en la que la marmota gigante, con un salto sobre el ponente destruía (simbólicamente) la supuesta innovación. Las risas estallaron en la plaza y el presunto experto de la IA desapareció tan rápido como había llegado.
A pesar del espectáculo y de la insistencia de muchos oportunistas, el pueblo nunca ha perdido su esencia. Allí, la verdadera innovación proviene del equilibrio entre tradición y evolución, no de promesas milagrosas. Los hoteles del pueblo no han implementado algoritmos mágicos, sino mejoras reales: experiencias gastronómicas con productos locales, rutas guiadas por locales y una atención personalizada y cercana que ninguna IA podría igualar.
El Festival de Marmorita se ha convirtido ya en un evento de referencia, recordando a profesionales del turismo que las tendencias pueden cambiar, pero la autenticidad siempre gana. Con el tiempo, todos los viajeros aprenden a identificar a los gurús y empresas oportunistas y a valorar lo que realmente importa en un viaje: la calidez humana, la cultura local y la experiencia de compartir momentos genuinos.
Cada 2 de febrero, mientras otros miran a una marmota para predecir el tiempo que viene, en este pequeño pueblo costero la mirada está puesta en otra realidad: el turismo de calidad no se logra con atajos ni fórmulas mágicas, sino con esfuerzo, autenticidad y un poco de buen humor para reírse de las modas pasajeras. Incluso de uno mismo.
Y es que, como bien dice Don Manuel, un viejo y sabio marinero del lugar: “Aquí se viene a disfrutar del sol, la playa, la gastronomía y las personas… lo demás, que lo expliquen en un manual y lo vendan en otro lado.»